24 de enero de 2006

Café Comercial

Solíamos dejarnos caer por allí, como si fuese una casualidad encontrarnos siempre en el mismo banco; un error de cálculo en nuestras plenas, programadas rutinas. Nos engañábamos, con algo de ingenuidad compartida, pensando que ya lo habíamos aprendido todo: amado más que nadie, sufrido con la máxima intensidad. Hecho el mismo bien y el mismo daño que habíamos recibido. Nos sentíamos como dos elefantes yendo a morir cada jueves a un cementerio de madera. Sorprendiéndonos de encontrar a alguien tan perdido como para reparar en nosotros. La misma mirada de armónica en do, y el mismo miedo a volver a saltar. Pero bailar el vals a diez centímetros del suelo no es un oficio, sino una forma de respirarnos en el otro. Por eso temblaba cada vez que me acercaba a la plaza y no te localizaba cerca, me estremecía mientras ojeaba un periódico gratuito y no te veía aparecer, y cuando finalmente emergías entre la marea que salía del metro, sentía una mezcla de emociones que trataba de disimular sin éxito. Diez minutos después apagabas tu cigarrillo en el borde del banco, cerrabas el cuello de tu abrigo y te marchabas. No intercambiábamos ni una palabra, pero ninguno de los dos faltaría a la cita dentro de siete días. Sabíamos que volveríamos a encontrarnos, para seguir compartiendo todo lo que nos separaba, para seguir bailando en silencio.