28 de febrero de 2006

high and dry

Conozco a una mujer deshabitada. Está deshabitada por decisión propia, como también decidió dejar de soñar, dejar de romper una y otra vez con su vida como si estuviera subida en una noria, sobrevolando todo lo prescindible. La conozco porque no puedo olvidarla. Lo intenté varias veces, pero la sigo encontrando entre mi lápiz y mi papel a cada rato. Aparece exactamente igual que la última vez: era en abril, yo llegaba tarde y ella me esperaba apoyada sobre un bloque de piedra en el jardín más escondido del parque, el cuello de la camisa verde mal doblado. Ya no trato de borrarla, como las cicatrices que nos hacemos al crecer, aunque todavía soy incapaz de pasar frente al escaparate de su tienda, por si acaso está. Es terrible la forma en que somos modestos fotógrafos de la realidad distorsionada, cómo permanece en la memoria hasta el último gesto, el último detalle de la persona a cuyo nombre mantenemos una reserva de primera clase en nuestra cáscara de nuez. A pesar de que sabemos que nunca va a pasar a retirarla, porque también decidió viajar sola por un tiempo.

13 de febrero de 2006

blue moon

Bueno, pasaron casi dos años hasta que volví a encontrarla. En este caso, ella me encontró a mí, yo ya hacía tiempo que había dejado de buscarla. La situación fue parecida a la vez anterior, un caos desatado, las estrellas bailando allá arriba, nosotros corriendo de un lado para otro en la noche interminable y de repente una voz, una mano que se alza y una sonrisa. Estás igual que antes, fue lo primero que me dijo. Seguramente tenía razón; la verdad es que ella también, al menos de cara al mundo que nos miraba como si de golpe hubiéramos caído del cielo. Sin embargo, a medida que hablábamos, o mejor dicho hablaba ella por los codos y yo la escuchaba incapaz de actuar, me di cuenta de que algo había cambiado: tal vez ella había ido demasiado deprisa, tal vez había alcanzado la velocidad de la luz demasiado pronto, y ahora era tan tarde y nos echábamos tanto de menos. Se habían acumulado los demasiados, las cuentas pendientes. Siempre tuvo urgencia por crecer, alergia a las salas de espera, y de repente se encontró envejecida, con mucha más vida encima de la que merecía. Al final de la noche nos abrazamos como solíamos hacer, pero algo se había quedado aparcado en el arcén, y ni ella ni yo podíamos desandar el camino de vuelta a casa.

5 de febrero de 2006

nadie

- ¿Cómo te llamas?
- No voy a decírtelo. No quiero que lo olvides.

Dio un portazo al salir; supuse que de esa forma pretendía borrar todas las huellas, todo que ya era imborrable. Y los dos sabíamos que aquel gesto era el mejor punto final. Un minuto, tal vez una vida más tarde, decidí dejar de esperar su regreso. No había banda sonora ni decorado, sólo las primeras luces de un día amarillo. Un día de desierto. Permanecí sentado en una cama medio vacía, en un escenario medio lleno, contemplando una puerta blanca cerrada. Sentí algo que se derramaba, tal vez la certeza de que nunca volveremos a contarnos cuentos con las manos, ni intercambiar humo de cigarrillos por papeles cuadriculados. Fuimos durante unas horas un proyecto de hábito colgado en el espejo del baño. No podremos volver a reírnos, nos hemos reído tanto en tan poco tiempo que ya sólo nos quedan ganas de ser honestos.

2 de febrero de 2006

la verdad que te tomé prestada

Por un instante los rayos del sol te iluminaron la cara, justo antes de cruzar la carretera. Tus ojos se volvieron de un verde aceituna, casi dorado, y pensé, bueno, en realidad no desearía formar parte de esta escena, pero sencillamente no puedo evitarlo. Fotografiábamos la realidad a la altura de la cadera, desde la azotea del Old Vic y con la sensación de ser dos piezas más del puzzle, tan intercambiables como cualquier otra dosis de mentiras que estuviéramos dispuestos a creer. Y no podíamos parar de reinventarnos tú a mí y yo a ti, tal vez no teníamos suficiente con tu yo y mi tú, salíamos a la calle a buscarnos nuevas identidades entrelazando palomitas de colores y sonrisas furtivas, bang, cierras los ojos y volvemos a la cuerda floja, dos focos nos alumbran, giramos y giramos, recuerdo despertar con sabor agridulce y el acordeonista que coleccionaba espinas es un maletín. Hoy hace demasiado de todo eso, el cable del teléfono ya no llega hasta el piano y no tiene demasiado sentido volver a intentarlo. Nunca logaríamos caer tan alto.