29 de noviembre de 2007

Keith grita You got the silver

y como siempre, dice la verdad. Tú te estremeces como una lágrima recién nacida, sólo una, porque no hay espacio para dos en este rincón del mundo. Me dejo llevar con cada uno de esos gestos diminutos que tan sólo tú interpretas como si estuvieras sobre un escenario, esas pequeñas sonrisas que vas dejando aquí y allá y que hacen que cada semana comience siempre en festivo. Nos arrastramos corriente abajo, entre la gente que pasea despreocupada, y me detengo un instante en un giro de tu flequillo; por cierto, mejor con flequillo. Y no hay mucho más, simplemente van pasando los segundos y no nos damos cuenta, ni siquiera nos importa, porque no tenemos nada mejor que hacer. Ni aunque pudiéramos hacer lo que nos apeteciera, cambiaríamos de postura. Llámalo como quieras, pero es el tiempo de las fresas, y merece la pena atrapar la ola mientras todavía somos capaces de reconocernos en los escaparates, sin que aparezcan voces en off ni se estropeen los colores de mi bufanda de mil rayas, ni desaparezca para siempre tu forma de mirarme. Cuéntame algo que nunca haya ocurrido, invéntanos un pedacito de futuro incierto. Detengamos el tiempo, y las puertas de embarque quedarán huérfanas del olor de tu pelo.

20 de noviembre de 2007

el hombre de hojalata

Trato de escapar de las cadenas de montaje y siempre busqué moverme al ritmo de la música sin conseguirlo; así que en día a día prefiero el latir del corazón a los relojes atómicos: siempre sobre el alambre, a veces acelerando y otras veces a punto de detenerse. No pretendo romper la baraja y llevarme los trozos, pero sólo tengo un único escaparate y guardo los mejores momentos en el almacén. Por eso de vez en cuando ves un reflejo oscuro, o una mirada que no comprendes, que sólo representa un instante nublado en plena tarde de verano. No puedo demostrar más heridas de guerra que las que ves; no son demasiadas y seguramente tú tienes más. Pero cada uno decide a qué velocidad navegar, y luego sopla el viento y reajusta los nudos a su antojo. No le busques un destino a cada gesto, hay trenes que simplemente salen de la estación y nunca llegan a ninguna parte. Dices que el tiempo se puede parar... sólo hay que respirarte. No aspiro a subastar clases prácticas de supervivencia; sólo pretendo no tener que mojarme más de lo estrictamente necesario cuando se rompan los diques.

12 de noviembre de 2007

el número de Reynolds

Alguien me dijo que debemos acostumbrarnos al dolor que supone darnos cuenta de las cosas. De todo lo que nos rodea, nos hace soñar despiertos, nos enciende luces y después las apaga de golpe, dejándonos todavía más a oscuras de lo que estábamos antes. Percibimos sensaciones que nos permiten seguir respirando, pero también tienen un lado espinoso que podemos clavarnos en un descuido. Un día me desperté lleno de colores, con un mensaje que transmitir, pero de repente estaba vacío de nuevo, en mitad de la calle desierta y con el frío calándome en los huesos. Sólo pasaron un par de semanas entre la cima y el barranco, fue un descenso bastante repentino. Es una sensación a la que más nos vale acostumbrarnos rápidamente si no queremos pasarnos el resto de nuestros días arrastrándonos por la rutina, escribiendo canciones tristes y pensando en todo lo que podríamos estar haciendo ahora. Desapareces y yo no tengo ninguna miga de pan que seguir, aquí las baldosas dejaron de ser amarillas hace tiempo, y tú eres la única persona que conoce el camino de vuelta; si me preguntaras estarías perdiendo el tiempo. Me quedé sin llaves tantas veces que tuve que inventar nuevos hogares, en cada esquina afilada del silencio; dudo que pueda acoger a nadie más entre mis papeles arrugados. Sólo soy capaz de inventar puertas y ventanas que abrir, pero esto no es una película y tú no vas a aparecer de pronto, cansada y sonriente, recortándote en el horizonte rojo. Esta vez no.

1 de noviembre de 2007

el aviador

Tenías una constelación en el cuello y yo giraba a tu alrededor, buscando la cadencia adecuada, el ritmo secreto para acompasarme a tus sonidos. Las velas ardían despacio, y tú no querías creer los pequeños retazos de vida que asomaban en los gestos más sencillos, como si fuera necesaria una máscara para enfrentarse al peligro. Nos rodeaban las visiones enigmáticas, que convertían cada minuto en un largo plano secuencia sin las omnipresentes líneas de diálogo, pero cargado de significado. Y después de todos los fuegos de artificio, detrás de los telones, estábamos nosotros, vulnerables, bajando las escaleras, escenificando la fotografía del freewheelin´, dejándonos contagiar por el frío y la noche; tú buceando en las profundidades de las palabras para encontrar una explicación coherente, yo demasiado cansado para tomar ninguna iniciativa, simplemente respirando hondo y aprovechando los momentos adecuados para tratar de abrir un poco más la ventana. Con el silencio más inesperado, o a veces tras el escudo del vaso vacío, pero siempre buscando las estructuras más complejas para pronunciar las palabras esenciales. Tu sinfonía interior, y mi acorde disonante e inoportuno, al final del penúltimo compás.