26 de octubre de 2010

No me atrevía ni a respirar para no despertarte

A nadie le gusta caminar bajo tierra, pero hay días en los que al llegar a la meta me siento como un trozo de carbón. Creo que sé lo que necesito, y estoy convencido de que no tengo la fuerza suficiente para alcanzarlo; como si la manta nunca pudiera cubrirme por completo, soy un globo trazando dibujos imposibles en el aire mientras se desinfla. El camino está cubierto de polvo, y nadie se preocupó de reconstruir el puente cuando lo arrastró la riada. Las sombras que dibujan los árboles son diapositivas del pasado que nunca hemos compartido; cuentan nuestra historia inexistente a partir de las cenizas y el humo. 
El diablo está esperándonos en la máquina de discos; ya casi nunca suena, así que ha decidido que es el lugar más tranquilo para mantener una conversación: estamos siempre ahí, al fondo, mientras todo lo demás simplemente ocurre a nuestro alrededor. Ninguno de los héroes de barrio se atreve a cruzar la línea, así que sobra sitio para mirarnos a los ojos y contarnos la última incursión al otro lado, con todo lujo de detalles. No importa si es bueno o malo, ocurre lo mismo que en esas películas de sobremesa; nacen así, no preguntes más. De todas formas, cuando te atrapa el alud es imposible saber si estás boca arriba o boca abajo. 
Los días se acortan en esta parte del jardín, y para cuando quieres darte cuenta empieza a hacerse demasiado tarde para algunas cosas. También es cierto que hay curvas en la carretera que son como encuentros en mitad de la noche: tan frías y traicioneras que puedes acabar en la cuneta si vas demasiado rápido. La chica que me enseñó a besar aprendió esto justo a tiempo para evitar convertirse en otro charco tras la tormenta, y si le preguntas te dirá que ya no recuerda nada de aquella época. 
Ojalá todos fuésemos capaces de arder en el momento exacto, y no empeñarnos en volver sobre nuestros pasos cada vez que nos sumergimos más de la cuenta.

10 de octubre de 2010

too long... to stop now

La clave de todo está en ese cambio de tono hacia el final, cuando parece que Otis encuentra una nueva dimensión a través de la cual alcanzarnos por dentro, y la sección de metales le sigue con una fe ciega en que el mensaje va a llegar, girando a la velocidad exacta sobre el plato mientras se repite una vez más la alquimia simple de una aguja y un surco.
Entonces recuerdo las escaleras del teatro, como no, y los árboles que se abren camino a través del suelo de la plaza, como si no hubiera forma de modificar el curso de los acontecimientos. Y el coche aparcado en el garaje, con la música sonando como siempre; el camino hacia las escaleras del puerto, los mensajes en todas las paredes, dejados ahí para que cualquiera que pase por ahí y tenga algo de curiosidad pueda aprendernos. Leer entre líneas la corporeidad de un sentimiento.
Y es increíble como asociamos canciones a personas: se quedan encadenadas y no hay nada que podamos hacer. Basta con que empiecen a sonar los primeros acordes para transportarnos, con tanta fuerza que tengamos que cerrar los ojos para evitar el vértigo. Sam le decía a Ilsa, “se me ha olvidado esa canción”. Sé que a veces nos gustaría tener a alguien como Sam para evitarnos el viaje, pero esta vez es diferente. Y Otis sigue caminando por ese sendero polvoriento, con los tirantes caídos y la chaqueta apoyada en el hombro, mientras nosotros nos quedamos sin palabras porque ya las hemos usado todas.