30 de enero de 2008

otis

No deberías guardar las letras caducadas en el fondo del cajón, ya sabes que tienen extraños y mágicos poderes regenerativos, y podrían tomar el mando de la situación si te descuidas; además, mientras estás sentada en la escalera no eres consciente de que tus palabras atraviesan mi estado de ánimo justo en el momento en que me planteaba darle la vuelta a todos los libros, intercambiar las formas incorrectas de energía, poner los calendarios de cara a la pared y decirte alguna de esas tonterías que ya has oído mil veces, pero con la intención de que la recordaras sonriendo como esas canciones lentas de Otis, en las que casi puedes llegar a tocar la luz tenue, con el suelo cubierto de serpentinas efervescentes y el hombro adecuado dispuesto y cerca; ese tipo de melodía en blanco y negro que comienza con los metales y que se va fundiendo poco a poco, despacio, como si te desnudara el alma una y otra vez para acariciarte por dentro, agitarte y dejarte meciéndote suavemente, ya sabes a qué canciones me refiero; en ese instante no importan demasiado los demás, se van desvaneciendo los malos recuerdos y solamente eres algo vivo, un ser único, irrepetible, y sí, definitivamente, son ellos los que se resisten.

28 de enero de 2008

el péndulo rojo

y la velocidad de tus gestos perfectos grabada a fuego en una llamada telefónica, en un bar lleno de gente, como un giro de tu cadera eterna resbalando sobre el frío y la niebla, para acabar ardiendo en cada una de las noches que vamos tejiendo despacio, invadidos por la rabia y la urgencia pero sin necesidad de abusar del elixir de las huidas ni tener que inventarnos coartadas en cada beso desesperado. Cuchillas afiladas brillando por encima de la música y el vértigo de las aceras impares, que laten con el idioma de las madrugadas y nunca ven preciso un cambio de ritmo. Prendiendo certezas de las ramas más altas, para que nunca se manchen de barro, escondemos el mapa del tesoro en un rincón secreto para protegerlo de la luz del sol y bendecirlo con la luz azulada de cualquier sala de cine. Porque cuando llega la estación de las lluvias, es el momento de sembrar, plantar cada uno de los descubrimientos y sentarse a la sombra a verlos florecer. Un solo de armónica más y estaremos en cualquier otra parte, en un escenario distinto, pero con la misma aceleración marcando el pulso de las ausencias y las presencias. No hay metrónomos que la soporten.

21 de enero de 2008

imperativos, necesidades, obligaciones

Nadie es capaz de recordar con exactitud cuáles fueron las últimas palabras de la estrella del rock´n´roll, pero apuesto a que pensaba en ti. También lo hacían todos los fabricantes de paraguas para días sin lluvia, y cada uno de los barrenderos que olvidan billetes debajo de los bancos de piedra. El camino es cuesta arriba pero siempre merece la pena recorrerlo; el itinerario varía de una vez a otra, comenzando invariablemente en el sacro y terminando en la nuca. No existen en tu mundo dos formas de mirar iguales, como tampoco hay atajos ni nos permitimos los adelantamientos por la derecha. Nos acercábamos hasta el borde mismo del escenario, caminando sobre la cuerda floja y jugando con las líneas del paso de peatones, para descubrir después el punto exacto en la geometría de esta ciudad en el que nada más tiene importancia. Todo sucedía por primera vez en un instante sincronizado, como las libraciones y aquel lunar en el dorso de la mano, sin que quisiéramos hacer o decir nada para evitarlo; bailando y girando en redondo sin mover los pies del suelo. Ahora soy capaz de almacenar recortes de tu vida pasada, y si cierras los ojos tú también perteneces un poco a todo lo anterior; en el fondo siempre estabas ahí, agazapada, esperando el momento preciso para aparecer y hacer que encajasen las piezas, todos los puentes que aparentaban no tener final. Por eso nadie consiguió capturar el momento exacto, ninguna fotografía tenía el encuadre adecuado ni la luz necesaria. No hacía falta, no nos hacía falta.

14 de enero de 2008

Allen o Heisenberg

Nos puede pesar la rutina y hacer que los pasos de baile se resientan, perdamos a veces la perspectiva y no sepamos distinguir cuándo está amaneciendo y cuándo anocheciendo. También nos pueden ocurrir las dos cosas a la vez, y el final de una noche casi siempre trae el nuevo día. Pensaba en todo esto y en aquel banco de madera en los jardines, en la distancia mínima de seguridad y la gente que iba y venía ajena a movimientos sísmicos casi imperceptibles. Atrapados en Annie Hall, pero siendo los dos Alvy Singer, es inevitable que hayamos olvidado sincronizar nuestros relojes, y mantengamos una especie de relación transoceánica dejándonos en cada semáforo notas sin escribir y abrazos que teníamos pendientes. El insomnio sería otro movimiento de esta suite, como buscarte en cada estribillo y en cada fotograma o dejar caer la memoria para permitirme seguir a flote. Al final decido no preparar los discursos, improvisar los diálogos, permitir que me arrastre la marea porque no leí tu parte del guión y es inútil tratar de interpretar un papel cuando la obra se está escribiendo en directo, un párrafo o dos por semana. Sólo puedo esperar tu gesto para empezar a hablar sin saber muy bien lo que voy a decir; dejar que pase el tiempo hasta que en tu rincón amanezca de nuevo, y tratar de que aleatoriamente coincidan la posición y el instante.

6 de enero de 2008

D5

Ya recuerdo cómo terminaba el cuento. Tenía una historia escrita en morse entre tus clavículas, pero ni la más remota idea de cuál iba a ser el final. Pues bien, resultó que cada uno de los desvíos en la carretera me llevaba un poco hacia tus treinta y tres vértebras, de modo que no tuve más remedio que quedarme a vivir allí, congelado en un abrazo permanente. Buscando siempre la escapatoria más rápida, los refugios imposibles sobre el tablero de ajedrez de las paredes derrumbadas, en un círculo de caras conocidas y desconocidas y con un final feliz en la manga para cada uno de tus pensamientos un instante antes de dormir. Partiendo de la transparencia, nada debe asustarnos: lo que derribó nuestras antiguas torres de marfil fue la tendencia inevitable a cerrar los ojos cuando los pájaros levantaban el vuelo. Hoy no quedan pájaros, si acaso un par de ojos amarillos que parecen arder en mitad de la tormenta, y poco más. Por eso no es un error decidir que este es el kilómetro cero, aquí es donde comienza de nuevo el camino. Ahora que encontré tu quinta vértebra dorsal, debo volver a tomar clases de morse.