24 de enero de 2006

Café Comercial

Solíamos dejarnos caer por allí, como si fuese una casualidad encontrarnos siempre en el mismo banco; un error de cálculo en nuestras plenas, programadas rutinas. Nos engañábamos, con algo de ingenuidad compartida, pensando que ya lo habíamos aprendido todo: amado más que nadie, sufrido con la máxima intensidad. Hecho el mismo bien y el mismo daño que habíamos recibido. Nos sentíamos como dos elefantes yendo a morir cada jueves a un cementerio de madera. Sorprendiéndonos de encontrar a alguien tan perdido como para reparar en nosotros. La misma mirada de armónica en do, y el mismo miedo a volver a saltar. Pero bailar el vals a diez centímetros del suelo no es un oficio, sino una forma de respirarnos en el otro. Por eso temblaba cada vez que me acercaba a la plaza y no te localizaba cerca, me estremecía mientras ojeaba un periódico gratuito y no te veía aparecer, y cuando finalmente emergías entre la marea que salía del metro, sentía una mezcla de emociones que trataba de disimular sin éxito. Diez minutos después apagabas tu cigarrillo en el borde del banco, cerrabas el cuello de tu abrigo y te marchabas. No intercambiábamos ni una palabra, pero ninguno de los dos faltaría a la cita dentro de siete días. Sabíamos que volveríamos a encontrarnos, para seguir compartiendo todo lo que nos separaba, para seguir bailando en silencio.

21 de enero de 2006

quizás

Estoy rebanando planes importantes como en las películas de serie B. Lleno un armario de furia y lo pinto a rayas de colores, luego lo cierro con un candado y tiro la llave al mar. Espero que la marea no la devuelva gastándome una broma pesada, no quiero que nadie consiga nunca abrir mis cajones. Gasto más relojes de arena de los que me puedo permitir en conseguir un bolsillo de tu abrigo negro, tú siempre demasiado ocupada, yo siempre demasiado transparente. Soy una urna de cristal, o ni tan siquiera eso, una urna de plástico que parece cristal. Lo peor no es lo de fuera: a través del plástico que parece cristal puedes ver que la urna está llena de madejas de hilo y lana que también pretenden ser lo que no son, ideas propias, bocetos de vida, peticiones de crédito. Al fondo de la urna hay dos muñecos de papel enlazados. Somos tú y yo. El 21 de enero. De 2046.

11 de enero de 2006

Ajustando cuentas

Es cierto, desde el otro lado de la cuchilla las cosas se ven de otra forma, sobre todo si eres tú la víctima y no el verdugo. Conozco a hombres que salen corriendo con sólo pensar en mirarte a los ojos, como aquel chico que te pidió fuego el otro día. Lo peor de todo es que tú eres consciente de que provocas reacciones inesperadas, al fin y al cabo las calles por las que pasas siempre tienen todas las farolas encendidas aunque sean las 3 de la tarde. Sin ir más lejos, la distancia que recorren tus pestañas para acercarse a mis ganas de besarte siempre se me hace corta, casi tan corta como los besos y peajes que ahora debes pagar; uno de los dos debería haberlo visto venir. Quién te lo iba a decir a ti, la reina de los pases vip con consumiciones incluidas. Ahora yo tendré al menos el tiempo y la calma suficiente para acercarme a tu buzón de noche, recoger los folletos de restaurantes chinos y cambiarlos por declaraciones de amor que sólo dicen mentiras. Ese juego siempre se nos dio bien. Ya no hace frío por dentro, podemos quitarnos los abrigos. Puedo tumbarme junto a ti y ver cómo duermes hasta mañana, si es lo que necesitas. Pero no me pidas nada que implique facturas.

8 de enero de 2006

pequeño

Creo que fue entonces. Yo estaba buscando el único rincón del salón en el que nadie hablara de desamor. De repente te vi: distraída, habías conseguido reunir dos sillones verdes, enfrentándolos, y te habías sentado en uno mientras apoyabas las piernas en el otro. Llevabas el vestido rojo y las medias llenas de dibujos; parecías una niña perdida pero encantada en el epicentro del vacío, en mitad de ninguna parte en concreto. El mechón más largo se había acomodado sobre tu ceja izquierda, tu mirada era de verdadero desinterés sobre todo lo que te rodeaba, y sostenías en la mano una pequeña servilleta amarilla de papel. Yo te vi. Te vi y ya no pude hacer otra cosa.