Tanteabas con la mirada antes de lanzarte, como quien prueba el agua con los dedos del pie. Nadie quería apostar por ti, pero no podían evitarlo: te habían visto atravesar la gran avenida con todos los semáforos en verde, aullando a la luna convertida en un gato con demasiadas historias que contar. Eras una especie en extinción, y tratabas de disimularlo bailando sola, mirándote de reojo en los escaparates, durmiendo como una mariposa sobre un disco de vinilo. Como no sabíamos amar siguiendo los guiones y las partituras, tuvimos que aprender a improvisarnos el uno al otro; crecernos en el espejo cóncavo del parque de atracciones, para luego aterrizar en la realidad sin monedas en los bolsillos ni ganas de volver a casa. De las películas que vimos juntos sólo logro recordar tus piernas apoyadas en el asiento de delante, como un desafío tímido en plena oscuridad. Realmente, pensábamos que éramos invencibles, que nada nos podría tumbar, pero nos sobró drama; amaneceres extraños y billetes de metro que caducaban como el hechizo de la Cenicienta.
Ahora sólo te quedan dos alternativas para arrancar la hierba del jardín: puedes saltar el muro o simplemente derribarlo ladrillo a ladrillo. Si lo prefieres puedo dejar la luz encendida, aunque no creo que sirva para nada a estas alturas del cuento. Estamos en los extremos opuestos del tablero, y alguien se entretuvo sembrando de minas nuestros recuerdos. El tiempo de las flores tendrá que esperar; ya no me quedan cerillas con las que encender tu sonrisa.