29 de abril de 2006

fuera de temporada

Justo en el momento de bajar la persiana te diste cuenta de lo solo que estabas. Aún te estremecías cada vez que la veías aparecer en la oscuridad de la noche, con su piel tan blanca que brillaba y esa textura eléctrica, ahuyentando los fantasmas que querían saldar su deuda contigo. Decías que ella era un trozo de diamante, devolviéndote siempre tu imagen depurada, sin tener en cuenta las sombras y tu capacidad innata para caminar por el borde del pozo con los ojos cerrados. En el fondo fuiste incapaz de leerla, como todos los que la llevaban prendida del brazo, un trofeo de caza para ojos fácilmente impresionables, creían conocerla tan bien que nunca le preguntaban nada. Todavía te recuerdo despierto a las cuatro de la mañana, asegurándote de que ella sigue durmiendo a tu espalda, escribiendo en el espejo del baño que deberías ser feliz sólo con eso. Pero eres demasiado torpe, y ella era tan rápida cambiando de mano los billetes de autobús que no fuiste capaz de decírselo hasta que estuvo a muchos amaneceres de aquí. Ahora dos leyendas se siguen cumpliendo: la gente se agolpa frente al patíbulo cuando no conoce al condenado, y puedes pasarte media vida persiguiendo una mirada, prenderle fuego a todo lo que eras, para acabar perdido sin antes y sin después.

17 de abril de 2006

etcétera

Nos reencontramos la noche en que llovían las palabras como balas perdidas. Ella era la superviviente de mil batallas y ahora se encontraba sin ejército, sin bandera y demasiado lejos de la orilla como para tener remordimientos. Decidimos mitificar ese ratito, cada pequeña parcela de inmortalidad, cada resplandor de luz, más allá de los libros y las canciones; como quien firma un pacto de no agresión brindamos por las penas y nos pusimos la luna por sombrero. En aquella trinchera el olor a tierra y el sonido amortiguado de los pasos ajenos conseguían que, al cerrar los ojos, la realidad inhóspita se volviera barco varado, idioma que inventamos sobre la marcha. Tal vez porque nos habíamos alejado tanto el uno del otro, esa noche nos reconocimos por la espalda, como condenados a muerte con los ojos vendados. Por eso ardía torpemente cada paraguas olvidado, y ella trataba en vano de encontrar algún instante que mereciera una historia entre los años que pasó perdida, descalza sobre cristales de amor roto. Le dije, recuerda que con esos pedazos construirás pronto otro sueño, un nuevo castillo en el aire. Ella sonrió y pedimos otra botella.

Cuando salí de allí, ya los andamios estaban dispuestos; la princesa había encontrado un puerto en el que anclar. Al pisar la calle, el frío absoluto me recibió con indiferencia.

4 de abril de 2006

tragando soledad

Jugábamos a cruzarnos en la oscuridad de aquel bar lleno de gente, y sí, tú eras de nuevo algo delimitable, algo que yo era capaz de dibujar con los dedos sobre la acera ardiendo. Y volvíamos a pisar un territorio que los dos reconocíamos, a pesar del tiempo y de los golpes que nos habían alejado demasiado. Por eso cuando te miraba no podía parar de sonreír, de besar cada gesto tuyo inconscientemente, como si hubiera aprendido a hacerlo de niño y no fuese algo controlado. Ocurre siempre, como una ecuación matemática, y tú lo notas: cuando la música callada nos rodea todo lo demás desaparece, y sólo quedamos tú y yo, como la primera vez. Y duele, duele pensar en estos encuentros como en pequeñas pausas o estaciones de un viaje que no hemos elegido, cuando realmente desearía que ese momento, el brillo de los ojos, tu tacto distraído, se mantuvieran verdes, consiguieran permanecer de este lado y no del otro. Desearía no necesitar lápiz ni papel cada vez que quisiera abrazarte.