8 de mayo de 2004

Acceso sólo con invitación

Ella era rubia, con ese aspecto alocado que tienen las chicas fatales; mascaba chicle como si le fuera la vida en ello, y su móvil sonaba con insistencia desde las profundidades del bolso. Tenía los dedos y el corazón marcados por el roce de las cuerdas del cello, un dato que sin duda ocultaba a sus conquistas. La melena rizada le caía desordenada, a borbotones sobre los ojos, y yo me dejaba caer en ellos, sin marcha atrás, sin arnés de seguridad ni paracaídas de repuesto. El tren llegaba con retraso, el andén era un hervidero de abrigos y conversaciones paralelas, y yo la amaba despacio, a pequeños tragos, sin querer atropellarme ni arrastrarme hacia un amor azul pálido que ella no merecía. La banda sonora de mi cuarto creciente intercambiaba giros bajo tierra y parcelas privadas en el cielo de su boca. Mi meta era memorizar cada gesto, cada anillo de sus dedos, su forma de mirar en las pantallas el tiempo que iba a tardar en llegar su tren. Salir definitivamente de mi pequeña mañana de martes, continente desconocido, inquilino accidental.

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