4 de diciembre de 2004

Ciencia ficción

Divagar, dejar la mente en blanco y empiezan a aparecer las imágenes, los sonidos, los aromas. Desde la azotea todo parece más insignificante, como pequeñas motas de tiza en una pizarra. Las sillas pierden sus tornillos y disfruto de la inocencia de un tubo fluorescente. Nada se aleja, todo está dentro de un bucle que también te atrapa a ti. Una red con dedos largos como los de una madre sobreprotectora de telefilme americano, sábado, cuatro de la tarde, niños ante el televisor encendido. La araña tejiendo en la esquina del dormitorio y demasiados terrones de azúcar en el bolso.
Si quieres aún te puedes salvar, todavía quedan billetes y la terminal nunca cierra por vacaciones. No hagas planes con mucha antelación, y conviene tener siempre detrás del armario una maleta por si cambia el viento. Nada de lo que yo te pueda decir debe ser tomado al pie de la letra, al fin y al cabo yo estuve arriba y me expulsaron de por vida; así que ahora sólo vendo consejos robados y cigarrillos húmedos. Todo lo que sabes está al alcance de cualquiera con un carnet de biblioteca, la gente a la que admiras murió hace siglos y casi ninguna de tus ideas es propia. Ni siquiera tus recuerdos te pertenecen, alguien te tuvo que inventar una infancia a medida en una ciudad del interior. Parece que los alfileres de mis labios y las yemas de mis dedos van a fundirse en el fuego, entonces apago la luz y vuelve la calma, el silencio. Semana tras semana.
Hay días en los que todo parece encajar, y cuando vas a besar a la chica despiertas desnudo al pie de tu cama.

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