23 de febrero de 2009

La hija de Keith un domingo por la mañana

Subo al tren corriendo, cargando con la maleta y esquivando a gente que duerme tumbada en el pasillo. Van a seguir ahí hasta que el tren se pare, tal vez también cuando comience el viaje en sentido contrario. Disfraces destrozados por todas partes, es una mezcla entre carnaval y un campo de batalla. Soy uno de los pocos que encuentran asiento libre, junto a un chico con la cara pintada de verde y frente a dos chicas que no han dormido. Van disfrazadas de Ron y Keith, con pantalones y chaquetas de cuero, guitarras de cartón. La que está sentada junto a la ventanilla todavía lleva la peluca puesta, y se le ha roto el mástil de la guitarra. La otra chica incluso se parece un poco a las hijas de Keith, esas chicas rubias, flacas y de ojos azules que aparecen de vez en cuando en desfiles y conciertos. Me pide perdón cada vez que nuestras piernas tropiezan, aunque ya le he dicho que no importa, el vagón está lleno de voces en distintos idiomas y de vez en cuando pasa un encargado de seguridad, supervisando el caos. En realidad no hay mucho que hacer. Entonces sacan la cámara y me preguntan si les puedo hacer una foto. Asiento con la cabeza, y cuando miro por el objetivo, me doy cuenta de que la chica de los ojos azules no me mira a mí, ni siquiera está atenta a lo que le rodea. Es evidente que está a muchos kilómetros y a muchos días de distancia de ese tren que traquetea y se estremece en cada curva. Cuando aparto la vista del objetivo para revisar la fotografía, está allí de nuevo, sonriendo con su amiga y con cara de sueño. Pero al volver a mirar, sucede otra vez. Parpadea despacio, como si nada de lo que ocurre le afectara. Es de esa clase de personas con las que tienen la sensación de que miran a un punto que está detrás de tus ojos, como si tuviera la capacidad de atravesarte. Sin embargo, en todas las fotografías aparece como lo que es, una chica que vuelve de fiesta. Después de las casi dos horas de viaje nos bajamos en la misma parada, en la última, pero en cuanto pongo un pie en el andén las pierdo de vista entre la gente. No llevaban equipaje y hay demasiadas prisas y carreras, es imposible. Mientras subo por las escaleras mecánicas pienso en cómo somos capaces de jugar con la realidad de forma involuntaria: el tiempo se dilata donde antes se contraía y las caras y los gestos se difuminan. Todo parece mucho menos físico después de la chica del tren.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te acabo de descubrir "casualmente". Me has sorprendido. Te seguiré leyendo. Gracias por compartir tus emociones.

www.fotolog.com/reflexiones2

Estepa Grisa dijo...

Cada día me subo al tren, y casi siempre descubro a alguien especial.
Debe de ser el lugar, porque sólo me los encuentro en los trenes.