7 de octubre de 2005

noventa y seis

Hay momentos en los que sentirse vivo puede resultar más fácil que de costumbre. Sucede cuando disparas sabiendo que sólo te queda una bala. Te das cuenta de que la chica de la compañía de teléfonos tiene que estar ahí de pie toda la tarde, aunque tú te esfuerces tanto como ella en haceros entender gritando por encima del ruido que hace el camión de la basura. Escuchas los latidos de la otra persona aunque estáis a un metro de distancia. Comprendes que la tarde de un viernes de octubre que nace con veinticinco grados no se puede emplear en escuchar vaguedades sobre instrumentación y automatización, que es mejor caminar por la calle y guiñarle un ojo, o los dos, al sol. Le das nuevos significados a la expresión hacer tiempo. Intentas escapar de algo que empezó siendo un sueño, y ya no recuerdas si estás fuera o dentro del laberinto. Prefieres que tarden veinte minutos en contarte algo que podrían contarte en dos. Subes al tejado y notas calor, mucho calor, y ves la vida más allá del mar de antenas. Sonríes cuando de repente, no sabes por qué, huele a hogar, a compañía. Miras hacia atrás y descubres la cantidad de casualidades que tienen que ocurrir para que dos personas desconocidas lleguen a conocerse. Todo esto no hace otra cosa que no sea girar, corre constantemente hacia delante y para cuando nos damos cuenta nos hemos pasado de estación, nos hemos quedado dormidos en el vagón, o nos han vendido un billete de autobús a la ciudad equivocada.