9 de junio de 2005

Esfinge

A ella siempre le tocaba el primer turno: nunca los fines de semana ni las noches, su especialidad eran las mañanas de los días laborables. Manejaba como nadie las situaciones del día a día, los tipos cargados de razones y las mil maneras de colocar los focos. Cuando la conocí, era todo tacones y sonrisa de tiburón, el infierno había decidido quedarse a vivir en sus rodillas. Tenía un brillo de desesperanza mezclada con determinación en los ojos, y siempre esos guantes, guantes largos y negros como los de Gilda, no se los quitaba en ningún momento. Nunca llegué a saber por qué los llevaba a todas horas; tampoco me atrevía a preguntarle, siempre me comporto como un torpe en estos casos. Traté de darle conversación, pero era como un banco del parque, por más que le hables no pretendas que te conteste. Se limitaba a hacer su trabajo, y era sin duda de las mejores. Tampoco supe jamás cómo se llamaba, así que la imaginaba con un nombre caucásico, algo exótico y acorde a su carácter, como en las novelas de baratillo. Así que fui unas cuantas mañanas por allí, horas crueles, dejándome caer sin ningún motivo, tan sólo para verla con sus guantes, el complemento indispensable. Por supuesto, sin conseguir nunca una palabra, ni siquiera un gesto. Imaginaba algo así como una prueba de resistencia, un juego de seducción en el que sólo hacía falta paciencia. Cuando supe que me trasladaban, intenté despedirme de ella, pero ya se me había hecho tarde. Otra vez.

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