27 de abril de 2009

Pequeño cuento en la botella

Clasificaba todo con dos códigos que sólo ella era capaz de entender: las cosas que le ocurrían tenían siempre nombre de día de la semana, y las emociones eran colores. De esta forma podía organizar, compartimentar fácilmente sus sensaciones como si fuera un archivo infinito y que nadie más pudiera tratar de averiguar lo que sentía. Invisible, y por tanto difícil de dañar. Sus rizos como eternas tomas de tierra rubias, el olor ocre a tabaco reconcentrado en los nudillos, como una seña de identidad reconocible, la mirada a medio camino entre un amanecer de domingo en la playa y una tarde de martes bajo la lluvia de la Gran Vía; la eterna duda hecha miércoles, vagando de un lado para otro. Una vida gris recorrida a base de rectificar los errores y deshacer lo andado hasta dar con la salida del laberinto, para inmediatamente entrar en otro aún más intrincado sin comprender muy bien la razón. Saltando de jueves a lunes sin posibilidad de escape. Los malos consejos, las malas compañías, los malos hábitos. No hubo nada bueno hasta que estuvo contra las cuerdas, acorralada por la imagen difusa y distorsionada que reflejaba en los demás. La niña frágil demasiado cansada como para seguir peleando. Fue por esa época verde mar cuando inventó los códigos, sistemas de referencia para lobos perdidos deseando encontrar un puerto cercano. Y también decidió que ya había tenido bastante de esa vida gris, incapaz de distinguir un día del anterior ni del siguiente. Y que todas las palabras, todas las reflexiones, todas las canciones, sólo eran útiles en la medida en que la obligaban a avanzar. La encontré una noche de sábado rojo, y en sus ojos aún quedaba algo de esa llama antigua, de la mujer ausente que había estado en todas partes y en ninguna. Pero su sonrisa era otra, mucho más terrenal esta vez, y me contó que ya no buscaba anclas ni lastres, sino viento de levante en las velas. Todavía tenía pegada suficiente y aún era capaz correr más rápido que el miedo, así que una mañana cortó los cables, rompió uno por uno todos los espejos cóncavos y convexos y lanzó el calendario por la ventana. No puede recordar qué día de la semana era, pero jura que el sol brillaba más que nunca allá arriba.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

:)

Beeeeeeeeso

Insthar dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Insthar dijo...

Genial... Un interesante metodo de clasificar ,jeje.
Y una estupenda manera de sentir el aire en tu cara, al saltar al mundo tras buscar la libertad.
Me ha gustado mucho, incluso he recordado mis calendarios que se hundian en el mar...
Un besito

Elena -sin h- dijo...

Encontraré las palabras...lo juro!
Mientras tanto...gracias :)

Bowie dijo...

Hermoso, enhorabuena, un placer leerte.

Va el abrazo

peter dijo...

siempre es dificil romper con todo,

muy bueno.

amsha dijo...

Te leo desde hace mucho tiempo que a veces recojo algun pedacito de tus textos y me los llevo conmigo!
gracias:D

p. Yulep Rikschîjin *live* dijo...

Yo digo que el mundo mismo es un codigo, y nosotros las cifras.
Interesante lo que te dice,
con besos

V dijo...

el sol siempre brilla de más en las ocasiones merecidas
te leo

Delilah dijo...

Para las que de vez en cuando nos gusta encondernos en nuestro caparazón y que nadie entre....es obligatorio crease algún tipo de códigos.

Qué fuerza tus letras también :)