19 de septiembre de 2005

Mar de arena

Me he acostumbrado con triste facilidad a vivir abriendo y cerrando maletas, subiendo y bajando de vagones de tren sin nadie que me espere en la estación. A menudo me despierto en mitad de la noche, recordando el brillo de unos ojos que me miran desde un atardecer tabaco, y me gustaría poder barrer los cielos para ver más allá. Entonces me envuelve el humo y las cenizas de algo muerto hace años, y me convierto en un árbol de papel en llamas, retorciéndome de dolor y sin poder respirar. Las huellas en la nieve siempre acaban desapareciendo, como las heridas poco profundas; yo trato de aferrarme a algo para no seguir tropezando, y alguien con mi mismo rostro sale de las sombras para zancadillearme. Me siento el invitado que se deprime en una esquina en su propia fiesta de cumpleaños, y estas celebraciones de ruptura duran ya demasiado. Volveré a correr sin rumbo por las calles cuando me sienta acorralado, aunque sé que no servirá de nada: no puedo olvidar nada, ni pretender escapar de tu mar de arena.