A nadie le gusta caminar bajo tierra, pero hay días en los que al llegar a la meta me siento como un trozo de carbón. Creo que sé lo que necesito, y estoy convencido de que no tengo la fuerza suficiente para alcanzarlo; como si la manta nunca pudiera cubrirme por completo, soy un globo trazando dibujos imposibles en el aire mientras se desinfla. El camino está cubierto de polvo, y nadie se preocupó de reconstruir el puente cuando lo arrastró la riada. Las sombras que dibujan los árboles son diapositivas del pasado que nunca hemos compartido; cuentan nuestra historia inexistente a partir de las cenizas y el humo.
El diablo está esperándonos en la máquina de discos; ya casi nunca suena, así que ha decidido que es el lugar más tranquilo para mantener una conversación: estamos siempre ahí, al fondo, mientras todo lo demás simplemente ocurre a nuestro alrededor. Ninguno de los héroes de barrio se atreve a cruzar la línea, así que sobra sitio para mirarnos a los ojos y contarnos la última incursión al otro lado, con todo lujo de detalles. No importa si es bueno o malo, ocurre lo mismo que en esas películas de sobremesa; nacen así, no preguntes más. De todas formas, cuando te atrapa el alud es imposible saber si estás boca arriba o boca abajo.
Los días se acortan en esta parte del jardín, y para cuando quieres darte cuenta empieza a hacerse demasiado tarde para algunas cosas. También es cierto que hay curvas en la carretera que son como encuentros en mitad de la noche: tan frías y traicioneras que puedes acabar en la cuneta si vas demasiado rápido. La chica que me enseñó a besar aprendió esto justo a tiempo para evitar convertirse en otro charco tras la tormenta, y si le preguntas te dirá que ya no recuerda nada de aquella época.
Ojalá todos fuésemos capaces de arder en el momento exacto, y no empeñarnos en volver sobre nuestros pasos cada vez que nos sumergimos más de la cuenta.