20 de diciembre de 2007

el fakir timorato practica su nuevo truco con las luces apagadas

Eres la mujer ovillo. Un foco azul te ilumina y miras un poco a todas partes, como si estuvieras perdida pero al mismo tiempo segura del terreno que pisas. Avanzas un paso, retrocedes dos, y en alguna parte del baile cierro los ojos por temor a ver cómo te desvaneces. Supongo que siempre preferí despertar con una nota sobre la almohada, o carmín en el espejo del baño. Deja de sonar la música pero tú sigues ahí, atrapando el instante, saboreándolo antes de dejarlo marchar. Cuando los aspirantes dejen caer sus abrigos a tus pies, recuerda que el único remedio consiste en abrir el libro correcto por la página incorrecta. Escuchas los halagos que no necesitas como si fueran un conjuro contra la tormenta, esta tormenta frágil, que apenas te acaricia y se rompe en mil pedazos, dejándote seca por fuera pero terriblemente lejos por dentro. Al final sólo quedarán los retazos: el mapa de carreteras de un país impronunciable, el esqueleto en el armario y los antifaces sobre la hierba recién cortada del jardín. No hay alternativas cuando tu voz puntual parece quebrarse, no hay escudos ni trinchera en la que resguardarse. Eres la hora del hielo, la espalda desnuda contra el piano. La explosión silenciosa cuya onda expansiva me arrastra a mil kilómetros. La mujer ovillo.

14 de diciembre de 2007

electricidad estática

Desordenaban la lluvia pintándola de colores vivos, mientras daban una vuelta tras otra a la manzana. Los dos sonreían al aire y eran indestructibles. Antes no lo habían sido tanto. En otro momento, él había sido incapaz de finalizar una sola historia: todo cuanto tocaba se consumía como una vela ardiendo. Ella había deshecho demasiados relojes, como en esos cuadros de Dalí. Ninguno de ellos tenía demasiada esperanza en que las cosas fueran a ser muy diferentes en un futuro inmediato. Pero, por un momento, frente al escaparate, no importaba nada, nadie iba a echarles en cara su fea costumbre de no bajar los brazos, de sonreír al brillo de las balas. Habían tardado en descubrir que no podían volar; por más que lo intentaran, por más señales que buscasen; sólo conseguían estrellarse una y otra vez contra el suelo. Y cada vez el golpe había sido más fuerte, porque nunca aprendieron a encajar en las condiciones de presión y temperatura adecuadas. Pero las cuerdas no se tensan para siempre: afortunadamente, este baile sólo les pertenecía a ellos, y por nada del mundo se dejarían arrebatar ese brillo fugaz e instantáneo que emitían, como un guiño eléctrico. Una barrera de viento impedía que se acercaran un poco más, sólo lo necesario; pero cuando sonó la campana, todavía estaban en pie, dispuestos a soportar un último asalto. No quedaba otra opción, al menos mientras continuara lloviendo.

12 de diciembre de 2007

minutos musicales

No había oído hablar de ese grupo en mi vida, pero si eres tú la que sujeta el folio para que alguien haga la foto, tiene que merecer la pena, sin duda. Con la uña de tu pulgar pintada de rojo, no podía ser de otra manera, y esa lista interminable con nombres de canciones que nunca escuché… ¿Qué estaba haciendo yo en ese momento? Bueno, estaba algunas millas más al norte, en un arcén olvidado de la carretera más secundaria que puedas imaginar. En mitad de la noche, sin luces artificiales para ayudarme a encontrar el camino de vuelta tras otro concierto. Uno distinto, en el que al menos sí conocía las canciones. Saltando con los ojos cerrados, sin saber muy bien si hacia arriba o hacia abajo. Guiñándole el ojo al espejo del baño. Enterrando las yemas de los dedos en el fondo del bolsillo. Cerrando el corazón cuando el chico besa a la chica. Arrancando páginas de libros prohibidos y dejándolas morir cruelmente sobre el asfalto. Olvidando la palabra adecuada para huir. Inventando la frase perfecta para volver a arrancar el motor. Tratando de cerrar todas las puertas del submarino antes de empezar a abrir las ventanas.

6 de diciembre de 2007

random

Cuando acaban los títulos de crédito iniciales, cada personaje busca una forma más o menos original de presentarse, de resumir su pasado y su presente en unas pocas líneas de diálogo. Algo que suene natural, nada forzado. Y por supuesto, los protagonistas vacían su mochila frente al público. Hay un intercambio de restos de naufragios anteriores, pequeñas baratijas convertidas en grandes tesoros cuando se miran con la lente precisa. La banda sonora de estas primeras escenas es fundamental, para que el espectador se sitúe a uno u otro lado del puente que está ahí, invisible, pero inmenso, y por tanto es obligatorio atravesar. Si permites que sea el azar el que elija el sonido de fondo, te arriesgas a que las cuerdas de colores se enreden inevitablemente. Pero eso no tiene nada de malo, sólo le añade emoción a un montón de palabras lanzadas al aire cargado de humo. El telón no puede caer hasta que todos los actores han salido del plano. Y el nueve era un número cargado de significado en otro tiempo; basta con fijarse en los set-lists adecuados, o abrir el libro por cualquier página y saber interpretar las pistas. De modo que de alguna forma tenía que estar presente esa cifra, encabezando la escena, aunque este es tan sólo el primer o el segundo capítulo.
En el plano final, cuando vemos al protagonista girarse, subirse las solapas de la chaqueta y caminar calle abajo, descubrimos pelusas rojas en sus vaqueros, y un poco de polvo en sus botas. Son las condecoraciones silenciosas, el corazón púrpura de una noche de diciembre en la que el ascensor sólo llega hasta el séptimo piso y un gato negro acaba teniendo siempre la última palabra.