20 de junio de 2007

pies fríos

Inevitablemente había una chica en la entrada. Recuerdo sus zapatos rojos y la forma en que sonreía, como si no existiera nada mejor que abrir la puerta y descubrir lo que allí se escondía. Por supuesto, estaba sentada en el suelo, demasiado cansada o demasiado entera como para entablar una conversación que no tratara acerca del dibujo de las nubes, el agua corriendo calle abajo y la gente en los portales. Todo depende del tiempo que tardas en darte cuenta de cuál es tu lugar, de las veces que te miras al espejo y no ves más que las huellas de otro día que acaba de pasarte por encima, me dijo. Después de eso todo fluye. Todo empieza a amanecer, porque eres uno de los supervivientes y los demás te reconocen al pasar. No hay ningún motivo especial, ni siquiera las salidas de emergencia, simplemente un día ya no estás ahí, y tres meses después vuelves a estar. A todo esto, seguía sonriendo mientras alimentaba un cigarrillo con el cadáver de otro. Tal vez tu sitio es éste, le sugerí. Parece que ya lo había pensado más de una vez: se puso en pie, agarró cuidadosamente el botellín y abriendo la puerta me invitó a pasar. Tenía razón, a partir de cierto punto ya todo deja de importarte, todo parece difuminarse cuando te abrazan por la espalda. Somos incapaces de recordar cosas que aún no han ocurrido, pero esa habitación, esa ventana abierta junto a la cama de hierro, era exactamente igual a como la había imaginado. Cerré los ojos, convencido de encontrarme en casa, y me dejé guiar por la intuición. Y pensé, bueno, tal vez a nadie le gusten las historias tristes, pero muy pocas veces puedes elegir de qué lado de la puerta quedarte.

5 de junio de 2007

la novia de Bob juega con dos barajas

Me di cuenta demasiado tarde del daño que te podían hacer las salpicaduras del combate. Uno se acostumbra a perder, créeme, y al final no sabes muy bien en qué escena te toca entrar ni cuál es tu frase; tan sólo tienes el tiempo justo para intuir por dónde van a venir los golpes y tratas de que esta vez no sea la definitiva. Así que nos limitábamos a escuchar la música con las luces apagadas, nada más, porque cada palabra era un nuevo gancho a la barbilla, y nadie pretende conquistar el mundo en una hora. Yo permanecía allí de pie, las manos en los bolsillos, y tú no tenías la menor intención de interpretar mis silencios, así que era evidente que no íbamos a bailar la misma melodía. Al quinto asalto empecé a mirar de reojo a las esquinas, buscando una escapatoria, pero todo estaba tan confuso y tus ojos tan iluminados que no pude hacer nada más que resignarme y pelear a la contra. Cuando escuché la campana tras la cuenta de protección, apenas era consciente de lo que había pasado, o tal vez lo que había dejado de pasar. Me bajé dando tumbos del escenario y recuerdo que nadie era capaz de sostenerme en pie; mientras te perdía de vista intentaba recordar cada uno de nuestros últimos encuentros, y descubrí que estábamos predestinados al empate técnico. A repetir los mismos errores una y otra vez. Al menos esta vez había merecido la pena, aunque tan sólo fuera por tenerte cerca. Nunca estás lo suficientemente preparado para quedar subcampeón en el concurso de cicatrices.