7 de octubre de 2004

(nice dream)

En aquel tiempo todos los globos eran de colores, y los chicos nos sonreían y saludaban al cruzar los pasos de cebra. La chica de las bolas de malabares aún apretaba las carpetas contra su pecho cuando soplaba el viento, y yo forraba las paredes de mi habitación con sueños que nacían muertos. Me perdía en laberintos sin salida, amenazas blancas para los días sin siesta, y las estatuas relucían con cada pañuelo que se anudaba al cuello. Era como una de esas baldosas sueltas que siempre te salpican; coleccionaba llaves rotas y lanzaba los dardos con la mano izquierda. Una tarde olvidó su sombrero sobre mi almohada, y sintió que la luz del sol no es siempre la mejor compañera de las volutas de humo azul. Pasear con ella era como trepar a la cima de la montaña más alta, y una vez arriba romper a llorar por no poder seguir subiendo, un permanente tirabuzón en una montaña rusa con las vías rotas. Cruzábamos el parque con nuestras sonrisas antibalas al hombro, visitando al bedel de las gafas tintadas y a la chica de los periódicos bisiestos. Tal vez no era la situación ideal para ninguno de los dos, pero menos da una piedra. Lentamente se fue encerrando cada vez más en sí misma, llegó el momento en que el ruido de sus oídos no le permitía escuchar ni ver más allá, y la angustia de vivir siempre con la maleta junto a la puerta nos hacía cerrar con tres candados cada puesta de sol. Cuando al salir de los baños en un bar encontré su espíritu haciendo cola, decidí que ya me había cansado del café amargo y las mentiras sin masticar. Tiré del hilo, y a cinco pasos de allí estaba el mundo.

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